domingo, 21 de octubre de 2012

Lo imposible


  Ilustración: Miguel Luque

Si todavía se están preguntando por qué nuestra clase política sigue exponiéndose en público, sin que se le caiga la cara de vergüenza, después de haberse consolidado como el tercer problema del país, tras la crisis económica y el desempleo, no le den más vueltas a la cabeza. Se trata de un problema muy común que se llama falta de perspectiva y que, cada uno a nuestra manera, sufrimos todos.

Una de las conclusiones más importantes que he obtenido de mis 30 años como observadora de la actividad política desde el ámbito del periodismo es que, si la gente supiera realmente cómo funcionan las administraciones y dónde va a parar su dinero, se echaría a la calle y quemaría las instituciones. Lo que vivimos en estos últimos años, meses y semanas, las protestas generalizadas contra un sistema que parecería pensado contra el ciudadano, se quedarían en simples anécdotas, el preludio de una revolución incontrolable.

Lo que periódicamente salta a los informativos bajo el formato de corrupción política es tan solo la punta de un iceberg conformado por sedimentos a los que la ley no alcanza todavía. Hablo de la ineficacia, la ineficiencia, el clientelismo, el amiguismo, la gandulería, el pasotismo, el trepismo, la codicia, la connivencia, la ausencia de solidaridad, la insensibilidad social y, en definitiva, la deslealtad al administrado y la traición a la de defensa del interés general, que los ciudadanos le encomendaron en las urnas u obtuvieron mediante nombramiento en función del color de sus resultados.

Esa suerte de maledicencia del maltratado pueblo llano, tan acusada entre los que ansían tomar la posición que ocupa el privilegiado y que yo tan poco secundo, es una sospecha generalizada que se queda tan corta cuando se compara con la práctica que, sin duda, estamos ante un nuevo ejemplo de libro de cómo la realidad es capaz, incluso se empeña en ello, de superar la más disparatada de las ficciones.

No todos los cargos públicos están cortados por el mismo patrón, es obvio. Pero es igualmente cierto que todos ellos han llegado a su condición a través de un modelo electoral, basado en la concurrencia a las urnas de los partidos políticos, y se han insertado en un sistema político cuyas estructuras y mecanismos fomentan que la determinación de cambiar las cosas, que cabe presuponerles cuando recién se estrenan, se torne final e inexorablemente  en su mimetización con el paisaje y el paisanaje.

De ahí que resulte tan ingenuo pensar que desde el propio sistema político se vayan a poner en marcha las profundas reformas que requiere una situación como la actual y que, se mire cómo se mire, pasan por derrumbar gran parte de las estructuras políticas que los propios actores políticos han ido creando para hacerse más imprescindibles, más poderosos y, también, más opulentos.

Sería como pedir a un colectivo que ha perdido totalmente la falta de perspectiva sobre su auténtico papel en la sociedad que se automutile, que se desprenda de muchos de los rejos del gran pulpo que ha ido extendiendo por el territorio patrio para hacer una sociedad a su imagen y semejanza, en base a ejercer el dominio sobre el dinero público.

Se habla de la Transición Política como un ejemplo de autodestrucción del sistema desde el propio sistema pero, habida cuenta de la legitimidad democrática que ampara el actual sistema, no parece que podamos llegar ahora a una metamorfosis de tal naturaleza.

Incapaces entonces de entender la dimensión del problema y alarmados ante el peligro para su supervivencia, que coligen ante cualquier atisbo de lucidez que les ataque subrepticiamente, nuestra clase política continúa empeñada en transitar por esta crisis sin hacer ningún sacrificio propio e imponiendo exclusivamente un estado de abnegación a los ciudadanos.

Con la hipocresía propia del que quiere hacerse perdonar por tanto privilegio que su buena preparación y mejor suerte cree haberle deparado, apelará, sin duda y en primer lugar, a cómo la reducción de una hipertrofiada administración supondría agravar el problema del desempleo, porque no quedaría otro remedio que poner a muchos empleados públicos en la calle. Y eso, a sus boquitas de piñón les  molesta, ¡vaya que les molesta! Pero no tanto por los empleados públicos que serían víctimas de su locura por haber añadido más administración a la administración, sin ningún sentido de cara al interés general, sino porque supondría cercenar la estructura sobre la que asienta su modo de vida. Y eso duele, ¡vaya que duele!

Nadie desea que los funcionarios y otros empleados públicos pasen a engrosar las filas del ya insoportable paro. Ni es posible dejar de reconocer que se trata de un colectivo que está sometido a recortes importantes de sus prestaciones y otros derechos adquiridos. Aún así, a nadie, salvo a los interesados, le puede resultar congruente que la destrucción de puestos de trabajo se esté produciendo casi en exclusiva en el sector privado, mientras que el sector público parece quedar a salvo e incluso sigue creando empleo. Las cifras  aquí expuestas lo dicen casi todo.

Porque, ¡ojo!, estamos hablando de una administración sobredimensionada cuyas duplicidades, triplicidades y, en Canarias, incluso cuatroplicidades, consumen una inmensa porción del dinero público en forma de gastos de personal y recursos que inevitablemente, en un escenario de bajada sideral de los ingresos y exigencia brutal de la deuda, hay que detraer inexorablemente de los servicios esenciales que se prestan a los ciudadanos.

¿Están pensando ellos, nuestra clase política, en automutilar en alguna medida las estructuras que le dan cobijo y sentido para evitar mayor sufrimiento a los ciudadanos? La realidad es que ni se les pasa por la cabeza. Antes serían capaces de autodestruirse a base de echarse unos a otros las culpas de lo que está ocurriendo que tener la capacidad, la valentía, la gallardía y la generosidad de replantearse su dimensión y el sentido de su existencia.

La solución tendrá que venir entonces desde fuera. Y para que un movimiento capaz de remover los cimientos de un sistema emponzoñado se conforme con la medida y fuerza suficientes, iniciativas como esta podrían resultar provechosas si no fuera porque parten del propio, sospechoso e interesado sistema. Es decir, si no fuera porque no se trata precisamente de una auditoria externa no solo capaz de hacer transparente la gestión y formular las pautas del buen gobierno, sino también de exigir una limpieza rápida y exhaustiva de todo el gasto inútil que está consumiendo tantos recursos que se detraen, a falta de otro eslabón más débil, de los servicios esenciales perentorios.

Carmen Merino Cabezas
Firma invitada
Texto publicado en el blog “No es un Lugar Común
http://carmenmerino.wordpress.com/2012/10/15/lo-imposible/
(15 de octubre de 2012)

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